Echar raíces
Un día tuve una conversación con un misionero. De los que emocionan, de los que desarman. A sus ochenta y tantos años, ha recorrido varios continentes y ahora se encuentra en el corazón de África; donde me encuentro también yo.
Tarde de calor asfixiante, de las que no invitan a nada, que acaban convirtiéndose, sin embargo, en el pasaporte hacia las miradas profundas al interior, donde se cuecen las batallas importantes, las que realmente merece la pena luchar.
En este clima caluroso y pesado, animados por una buena taza de café, le lanzaba una pregunta tras otra, deseosa de saciar mi sed y empaparme de aquellos que quizás nunca salgan en los periódicos, de los que prefieren, en silencio, dar la vida y desgastarse por aquellos que —aún más seguro— nunca saldrán en los periódicos: los olvidados del mundo.
Con mirada grave, y precisión de experto relojero, desgranaba todos los años y lugares que lo habían habitado; que no eran pocos; ni los lugares, ni los años.
Hablaba de personas, de situaciones, de críos a los que vio nacer convertidos ya en abuelos…
Entre la maraña de emociones que se me agolpaban en el pecho, en esa admiración profunda del que ansía vivir derramándose; entre toda esa aventura, yo preguntaba: «¿Y no le dio pena dejar a la gente cada vez que cambiaba de misión?»
Y su voz de sabiduría me enseñaba: «Desprenderse nunca es fácil. Lo bueno es que, cuando uno se trasplanta, siempre se lleva tierrita de un lado para otro; llega la nueva vida, pero la anterior, las personas, también se quedan».
Será que, en cierta medida algo de eso me ocurre a mí. Lejos de ser la peregrina del mundo que sueño, tengo la dicha de haber habitado en varios lugares tremendamente diversos.
Y allá donde fui y donde vine, siempre me acompañó el proverbio:
“Donde Dios nos sembró,
es preciso saber florecer”.
es preciso saber florecer”.
Sí, después de casi un año, mi vida vuelve a tener raíces. Encontrarse en tierra de nadie, para encontrarse con la pregunta de quién es uno, es necesario; pero echarle un pulso al tiempo para germinar con el paisaje también.
Gracias además a este misionero que me recordó que, en la tarea de sembrar y florecer, uno lleva su tierrita de un lado para otro. Por eso me siento tan inexplicablemente desbordada, tan amada en la distancia por todos aquellos lugares que me han visto soñar y vivir, por tantas personas al hilo de nuestros pasos; en la retaguardia de nuestros desvelos.
El paisaje se ha vuelto tan cotidiano, tan nuestro…
Campanas a las cinco y media de la mañana. Cabras y cochinos que se pasean a diario por la puerta de mi despacho, ellos son, con el paso de los meses, la composición más perfecta de mi paisaje diario. Comidas rodeados de niños que no se cansan —¡desde hace un año!— de pedirme caramelos y bolígrafos. Clases de 50 alumnos. Clases sin libros. La creatividad y el ingenio que estamos desarrollando para hacer la educación dinámica y atractiva. Reuniones interminables en las que se debate si las tizas las deben guardar los profesores o los alumnos. Hacer la colada siempre a mano, y, por supuesto, la ropa que desaparece cada sábado tras la colada. El frigorífico de petróleo que no hay quien lo entienda. Los pasteles y las pizzas hechos en una cacerola. El cielo estrellado y el sol naranja a los que nunca me permitiré acostumbrarme…
Porque estoy en casa. Porque esta es mi casa. Por tantas raíces que se van adentrando en esta tierra, la de los sencillos, mezclándose con la tierrita que traía en mis alforjas, y sobre todo, por arraigarme y enraizarme con la persona que amo, en el lugar que soñamos.
¿Cómo podría yo agradecer tanta bendición?
Casi un año ya. El tiempo vuela sin piedad, sin dar oportunidad a veces de apresarlo, de amarrarlo.
Echar raíces. Algo precioso y necesario; significa confundirse con la savia, con la vida. Consciente soy de que arraigarse conlleva desprenderse. El tiempo en ocasiones despiadado, nos obligará antes de que queramos darnos cuenta, a cerrar alforjas y lanzar de nuevo amarras, a adentrarnos en otros mares, a secar de nuevo las raíces al sol…
Mi consuelo será llevar conmigo mucha de esta tierrita…
¿Cómo podría yo agradecer tanta bendición?
Seguramente nunca esté a la altura, seguramente jamás mi pobreza pueda compensar la riqueza que se me entrega a manos llenas, paradójicamente, en el segundo país más pobre del mundo.
Soñaré y rezaré, sin embargo, por hacer mío uno de los fragmentos de El último encuentro:
Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son estas: ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad?… ¿Qué has sabido de verdad?… ¿A qué has sido fiel o infiel?… ¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía?… Estas son las preguntas. Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera.
Sí. Al final, cuando mi billete de privilegios y posibilidades me permita elegir de nuevo la manera y el cómo, cuando aún sin quererlo se ciernan sobre mí miradas de orgullo o aprobación… de nada habrá servido servir, si no es mi vida la que responde, no un año, o dos, sino…
la vida entera.